Educación y Juventud

     Nacieron nuestras Santas Justa y Rufina por los años 268 y 270 respectivamente, siendo Santa Justa dos años mayor que su hermana. Era la familia de los Rufinos de clase ilustre y distinguida, si bien, no desempeñaban ningún cargo público y vivían más bien ocultos y sencillamente. Sin embargo, desde la más tierna edad de sus hijas, se preocuparon con interés y especial esmero en que recibieran la mejor educación, poniéndolas al cuidado de los mejores maestros. No obstante, era en el propio hogar donde recibían la mejor educación de sus propios padres, porque ellos mimos fueron los que les enseñaron el tremendo horror al pecado y el especial amor a la virtud que tan lindamente aprendieron.

     Fueron los propios padres los que las enseñaron a rezar todos los días a la Virgen Madre de Dios y a encomendarse a Ella con especial confianza; y también fueron ellos los que las enseñaron a amar a Jesús, a quien consagraron su virginidad y a quien amaban con especial predilección. Eran muy niñas cuando ocurrió la muerte de sus padres y se quedaron huérfanas. El venerable Obispo de la ciudad, muy amigo de la familia, dándose cuenta de la situación en que se quedaban, tuvo especial cuidado en visitarlas con frecuencia para animarlas a perseverar en la virtud y a que emprendieran un oficio para poder ganarse honradamente la vida. Siguiendo los consejos de su Obispo y demás amigos, con sus propios ahorros montaron en la Puerta de Triana un negocio de alfarería.

 

La Tienda de Alfarería

     Las jóvenes muchachas, al quedarse sin padres, tuvieron que aprender a ganarse la vida como las personas mayores. El ambiente no les era favorable; eran cristianas y los cristianos entonces eran perseguidos a muerte. Para hacerse fuertes empezaban el día oyendo misa y haciendo un buen rato de oración. La oración de las mañanas y lectura diaria de los Evangelios era lo que mayor fortaleza les daba. Durante el día despachaban en su tienda y atendían las faenas de su propia casa. Eran especialmente caritativas con los pobres, con los que eran muy generosas. No obstante, su mayor preocupación era la conversión de los paganos. Rezaban asiduamente por ellos y siempre que tenían ocasión la aprovechaban para anunciar el Evangelio y enseñar las verdades de la fe a los ignorantes gentiles. Los mismos cristianos, al conversar con las Santas, se sentían más fervorosos, y algunos se animaban tanto que no les importaba morir martirizados.

 

     Cuando la persecución era más recia, muchos cristianos amigos pasaban por su tienda para desahogarse mutuamente y animarse en secreto a perseverar en la oración y la penitencia para estar así preparados para lo que Dios quisiera de ellos. Piedad, Oración y Sacrificios. Según San Juan Crisóstomo, la santidad y virtud de un alma santa solamente puede conocerse por el aprecio que haga de la oración. Ni la virginidad, ni la humildad, ni la paciencia en las adversidades, ni siquiera el amor y cuidado de socorrer a los necesitados dan a conocer la santidad de un alma como lo da a conocer la oración. Todas estas virtudes se pueden dar en un alma sin fe y sin que ame a Dios; pero el cuidado de hacer oración diariamente y de poner en ella toda su esperanza y empeño, solamente se puede dar en las almas santas que ponen toda su confianza en Dios. Por eso, repetía San Juan Crisóstomo: "No hay señal más clara para conocer la virtud de un hombre que el ver el aprecio que éste hace de la oración". No cabe duda que las Santas Justa y Rufina eran almas de acendrada oración.

 

     La misa diaria y la comunión siempre que podían, esa no les faltaba; pero además, como todos los santos, siguiendo el consejo de Cristo, se pasaban grandes ratos orando en el secreto de su casa, sin que nadie lo supiera. En la oración se hacían fervorosas y sentían grandes deseos de padecer por Cristo para así, de alguna manera, corresponder a su amor. Se sacrificaban con ayunos y penitencias, y todo lo que ahorraban se lo daban a los pobres más necesitados, recordando las palabras de Jesús: "Todo lo que deis a los pobres en mi nombre, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, no quedará sin recompensa".

 

La Diosa Salambona

     Es necesario advertir que en tiempos de las Santas Justa y Rufina, España era todavía una provincia romana. Todos debemos saber también, por la historia, que los romanos eran paganos que adoraban gran multitud de ídolos. Se puede decir en cierta manera que coleccionaban los ídolos, pues para tenerlos a todos contentos, a todos les ponían altares y les ofrecían incienso. Y la cosa llegaba a tal extremo que, por si acaso se les olvidaba alguno, elevaban incluso altares a los dioses desconocidos. Es notorio el caso de San Pablo en Atenas, como aprovechó esta circunstancia para predicarles a Cristo diciendo a los gentiles que les venía a hablar de ese Dios desconocido, que sin saberlo ya le tenían allí su altar.

 

     El dios más conocido y famoso entre los paganos era sin duda la diosa Venus. La diosa Salambona no era otra que la misma Venus en su actitud triste y llorosa por la muerte de su Adonis. En aquellos tiempos en Sanlúcar la Mayor había un bosque y un templo dedicados a consagrados a la diosa Salambona. En Sevilla tuvo Venus su templo donde está hoy la iglesia de Santa María Magdalena. La diosa construida de barro cocido, hueca como un botijo, sujeta por dentro a un armazón de hierro. Para hacer llorar a la imagen le ponían plomo por dentro de los ojos, y acercándole fuego al plomo se derretía y salía al exterior por unos orificios en los ojos en forma de gruesas lágrimas. Mientras duraba esta ceremonia todo el público la acompañaba con grandes chillidos y lamentos fingidos. Las Santas destruyen el ídolo. En aquellos tiempos entre los paganos, el día de mayor fiesta en Sevilla, era el primero de junio. Ese día, se sacaba en procesión por toda la ciudad con gran algazara a la diosa Salambona. La llevaban sobre unas andas a hombros como los pasos de Semana Santa y la acompañaba numerosa multitud de gente que iban gritando tras la imagen con grandes lamentos fingidos.

 

     Varias muchachas iban delante de la procesión pidiendo limosna para el culto por las casas de los vecinos. Al llegar a la casa de las Santas y al pedirles una limosna para el culto de la diosa, ellas, con gran entereza y valentía, respondieron que solamente adoraban al verdadero Dios creador del mundo y de todas las cosas, y que no contribuirían al culto de una ridícula imagen de barro. Corrieron las muchachas paganas hacia los que llevaban la imagen, diciendo que allí había unas cristianas blasfemando y ridiculizando a su dios, diciendo que era de barro y que no era un dios verdadero. Se fueron hacia ellas con el ídolo diciendo: "¿Qué nuestro dios no puede nada? Mirad lo que puede"; y arrojándose hacia su exposición de cacharros, les rompieron gran cantidad. Viendo que todo se lo destrozaban y sintiendo deseos de demostrarles el poco poder de su ídolo, cogiendo algo pesado, se lo arrojaron diciendo: "Mirad como vuestro ídolo no está hecho de mejor barro que nuestros botijos" y el ídolo quedó destrozado en mil pedazos. Viendo el ídolo destrozado, se enfurecieron terriblemente contra ellas y empezaron todos a gritar, diciendo: "¡Merecen la muerte! ¡Atadlas y llevemos las al Prefecto para que las condene a morir en el circo! ¡Hay que hacerlas morir!..."

 

Prisión de las Santas

     Las Santas tenían su tienda en la Puerta de Triana. Allí, las cogieron presas y las llevaron atadas, entre insultos y malos tratos por toda la ciudad hasta el Pretorio o Palacio de Justicia, que estaba donde está hoy la iglesia de María Auxiliadora. Es indecible -dice el autor- lo que tuvieron que padecer las heroicas sevillanas al ser llevadas desde la Puerta de Triana hasta donde estaba el Prefecto, pasando por las mismas calles y plazas por donde estaban las gentes esperando para ver pasar triunfalmente a la Salambona. ¿Quién podré calcular las afrentas y malos tratos de que eran objeto? Llegadas a presencia del Prefecto Diogeniano, éste les preguntó: ¿Cómo os atrevéis a hacer eso contra la deidad de Salambona?

 

     Ellas respondieron: "Eso que vos llamáis la diosa Salambona, no era más que un despreciable cacharro de barro cocido; nosotras adoramos al único Dios verdadero que está en los Cielos, y a su Hijo Jesucristo que se hizo hombre y murió por nosotros para salvarnos de nuestros pecados..." La muchedumbre enfurecida y sedienta de sangre, al oír las enérgicas palabras de las Santas, pedía con gritos salvajes la muerte de las cristianas. Diogeniano, extremadamente enojado, accediendo a los deseos de los paganos, mandó las llevasen a la cárcel y que allá, en los oscuros calabozos, las castigasen por el ultraje hecho a Salambona. Las dichosas cárceles donde fueron encerradas y atormentadas aún se conservan hoy, después de 17 siglos, en los sótanos de la Iglesia de María Auxiliadora.

 

Interrogatorios

Se hizo público el día en que iban a juzgar a las cristianas; ya muy temprano acudieron al juicio gran multitud de hombres y mujeres, devotos de la diosa Salambona que, sedientos de sangre, estaban allí para pedir venganza por el ultraje de las cristianas. Entra Diogeniano rodeado de sus esbirros y la gente aplaude de pie. Momentos después aparecen las dos castas doncellas. Diogeniano, como gavilán que mira a su presa, las mira con ojos airados. La gente empieza a gritar: "¡Muerte a las cristianas! ¡Muerte a las cristianas!"Mandó el Presidente poner silencio y seguidamente dijo a las valerosas Heroínas de Cristo: "El tremendo ultraje que habéis hecho a Salambona, os ha merecido la pena de muerte; no obstante vuestra juventud me mueve a compasión y os voy a dar la posibilidad de que os podáis salvar"

-Ya entiendo lo que me quieres proponer- contesta Justa; no insistas; jamás renegaremos de nuestra fe.

Diogeniano, reprimiendo un movimiento de cólera, replicó: "Tu poca edad no comprende el alcance de tus palabras, que además comprometen a tu hermana"

-Estás muy equivocado -replicó vivamente la joven Rufina-, mis creencias son las mismas de mi hermana, mi fe es también la suya, y como ella, yo también estoy dispuesta a derramar hasta la última gota de mi sangre antes de renegar de Cristo. Entonces, el tirano, agitándose rabiosamente en su trono, con voz fuerte y excitada les dijo: "Os lo repito por última vez: ¿Queréis adorar a nuestros dioses?"

-Nunca -replicaron las Santas-; nosotras no reconoceremos otro dios que nuestro Dios y a El sólo adoraremos.

 

Martirio de las Santas

     La rabia de los crueles tiranos los movió a probar en ellas los más terribles suplicios. Primeramente las llevaron al potro, donde con indecible dolor de las Santas las descoyuntaron los huesos. Luego, desnudas, con uñas de hierro les arañaron todo el cuerpo surcando con indecible dolor sus delicadísimas carnes. Teniendo todo el cuerpo hecho una llaga las abandonaron en los oscuros calabozos para volver a ellas otro día con mayores tormentos. Las Santas en el calabozo oraban fervorosamente a Dios y se encomendaban con especial ternura a la Reina de los Cielos. Cuando con más fervor se encomendaban a la Virgen, el oscuro calabozo se iluminó con celestial resplandor apareciendo en medio de la luz la Virgen Santísima, tan hermosa, que les desaparecieron todos los dolores y, arrobado el espíritu en dulcísimo éxtasis, sintieron en su alma delicias celestiales que les hizo exclamar como San Pablo: "Todos los trabajos del mundo no son nada comparados con la gloria que esperamos"

     Quedaron de aquella visión tan animadas a padecer más, que todos los tormentos del mundo les parecían nada, a cambio de conseguir las delicias de los cielos. Al día siguiente, bajaron de nuevo los verdugos y, atándolas a unas argollas del techo por los cabellos, las flagelaron moliéndolas a latigazos. Sólo cuando las creyeron expirando, las descolgaron y las abandonaron en el suelo, envueltas en su propia sangre. Y antes de abandonarlas, ¡Oh crueldad! aún se atrevieron a arrancarles las uñas de los pies. ¡Oh Dios mío! Si el amor se mide por lo que uno es capaz de padecer por su amado, ¿cuál sería el amor a Cristo de estas castas vírgenes?

 

Continuación del Martirio

     Al día siguiente las llama de nuevo el tirano, sin saber con qué tormento las va a amenazar esta vez para conseguir rendirlas y doblegarlas a que adoren los ídolos. Cuando llegan a su presencia nota que apenas pueden andar. Como les habían arrancado las uñas de los pies, los tienen hinchados y no pueden dar un paso sin sentir indecibles dolores. El tirano manda que anden más de prisa y ellas no pueden. El cruel Diogeniano, sonriendo las dice: "No sabía que hacer esta vez con vosotras pero habéis sido vosotras mismas las que me habéis dado la idea". Y dirigiéndose a los soldados, les dice: "Coged a éstas y así descalzas como están atadlas a las colas de dos caballos y dos de vosotros id a dar un paseo con ellas por lo más abrupto y pedregoso de Sierra Morena". Ellas, oyendo la sentencia con horror, dijeron interiormente: "¡Dios mío: Que sea lo que Vos queráis!".

     Emprendieron el camino acompañándolas el mismo presidente Diogeniano que esperaba que, de un momento a otro, se rindieran y se ofrecieran para adorar a los ídolos. Hicieron el viaje por Guadalcanal y Almadén de la Plata para aprovechar y ver como iban las minas de plata. Indecibles fueron los tormentos de las Santas. Al terrible dolor de los pies, cada vez más hinchados, era sofocante y calor y el cansancio. Con tan terribles dolores apenas se daban cuenta de las burlas y sarcasmos de los soldados. Pero Diogeniano no consiguió su intención. Cuando su fatiga llegó al extremo de no poder dar un paso, y agobiadas por los dolores cayeron desvanecidas, no tuvo más remedio que cargarlas en los caballos si quiso que volvieran a Sevilla con vida.

 

Reciben la Comunión en la Cárcel

     Habiendo regresado al palacio, descargan las muchachas y las encierran de nuevo en los calabozos. Santa Justa tenía calentura y por la noche le subió la fiebre. Tenía una sed abrasadora. "¡Quiero agua! Rufina, ¿No habrá forma de conseguir una gota de agua?" Rufina puso la cabeza de su hermana sobre sus rodillas y la consolaba. Justa seguía delirando: "¡Me muero! ¡Me muero de sed!". Rufina interiormente decía: "Dios mío: para tí todo es posible. Dame un poco de agua para mi hermana...! Y... ¡Oh prodigio! El agua empezó a manar y bebieron las dos la que quisieron. Justa, después de beber se restableció un poquito. Luego oyen pasos. ¡Dios mío! ¿Qué querrán de nosotras a estas horas? Los pasos se acercan y el temor acrecienta. De pronto, una voz conocida las consuela con aquella frase tantas veces oída: "Deo Gracias".

     Era el Obispo Sabino que habiendo expuesto su vida y dando mucho dinero a los guardias había conseguido que lo dejasen pasar. "¡Oh que alegría! es el Señor Obispo... Pero su alegría subió al más alto extremo cuando supieron que, ocultamente, les llevaba la Sagrada Comunión. El Venerable Obispo abrió los corporales y allí mismo en el suelo expuso las Sagradas Especies mientras juntos decían una fervorosísima oración. Luego les dio la absolución y la Sagrada Comunión que sería el Viático para las dos. Con tales emociones la enfermedad de Justa se agravó y sintiéndose morir dijo a su hermana: "Rufina yo me muero; me voy con Jesús al Cielo. Ten ánimo para resistir hasta la muerte. Allá te espero". Y, diciendo estas palabras expiró.

 

 

Rufina entre las fieras

     El día siguiente es el señalado para que las dos doncellas sean llevadas al anfiteatro para que, luchando con los leones, mueran entre sus garras. El Pretor ordena a los soldados que bajen a las cárceles a buscarlas. Cuando al volver con una sola le dijeron que la otra estaba muerta, hizo un gesto de gran contrariedad. Mandó que la custodiasen hasta la hora señalada en la que debía ser introducida en el circo para que allí pudiese demostrar todo su valor luchando hasta morir entre las fauces de los leones. Era aquel un día de fiesta y la diversión que más gustaban los sangrientos romanos eran las luchas a muerte que se desarrollaban en el anfiteatro. Por eso, aquel día las gradas estaban llenas. En un lugar destacado estaba la tribuna de la presidencia. En ella estaba como máxima autoridad el Pretor Diogeniano acompañado de las principales autoridades.

     Empieza el espectáculo. Después de varios juegos y luchas sangrientas, mandan salir a la Cristiana. Salió Rufina tranquila y serena, caminando con paso seguro y firme hacia el centro de la arena. Allí se postró de rodillas y, elevando el rostro al Cielo, hacía fervorosa oración. El pensamiento de que dentro de breves minutos iba a tener su encuentro con el amadísimo Jesús, la hizo caer en delicioso éxtasis.

     Entonces el público empezó a gritar: El león, el león echadle el león. Y el león no se hizo esperar. Salió la fiera rugiendo y saltando mirando hacia las gradas todo alrededor. De pronto observó en medio a su víctima, y dando un feroz rugido y varios saltos en un momento la alcanzó. Pero ¿qué sucedió entonces? ¿Qué vio el fierísimo león para en aquel momento cambiar toda su fiereza en mansedumbre, como si fuera un cordero, y ponerse a lamer los pies de la Santa como si fuera un perrito?

 

Muerte de Rufina

     El maravilloso milagro del fiero león hambriento que se vuelve cual manso perrito y la acaricia, a unos convierte al cristianismo y a otros enfurece todavía más. En aquél momento, las gradas del circo parecían un infierno; mientras unos gritan: "¿Qué le pasa a ese león? Azuzadle para que la embista". Otros gritan: "Es una bruja, que vaya el verdugo y le corte la cabeza". Y otros, en cambio, reconocían: "El único y verdadero Dios se ha demostrado que es el Dios de los cristianos". Por fin prevaleció la idea de los que pedían que la degollara el verdugo. Así lo ordena Diogeniano Presidente y Gobernador de la Bética. Tenía sólo 18 años cuando salió el verdugo e hizo rodar su cabeza por los suelos.

     El venerable Obispo Sabino recogió sus restos por la noche para darle cristiana sepultura en el cementerio de los cristianos donde también había enterrado a su hermana. Este cementerio estaba en el mismo sitio donde está hoy la iglesis de los P.P. Capuchinos, en la llamada Ronda de Capuchinos. En este mismo lugar donde está la iglesia de los P.P. Capuchinos hubo antiguamente un templo más pequeño que llamaban "La Basílica de las Santas Justa y Rufina", y refiere la tradición que el Santo Obispo San Leandro, muy devoto de las Santas lo visitaba asiduamente. Como el templo era pequeño y estaba ruinoso, el Santo Obispo lo mandó reconstruir mayor, y puso en la fachada una inscripción en latín que decía: "ESTA ES LA CASA DE LAS SANTAS VIRGENES JUSTA Y RUFINA".

VIDA DE LAS SANTAS JUSTA Y RUFINA

PARROQUIA DE SANTAJUSTA Y SANTA RUFINA.

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